Sin que tenga que explicar el por qué o qué hago allí, en el lugar donde paso gran parte de las mañanas hay, entre muchas chicas y chicos, una adolescente de ascendencia Croata pero con habla canariona. Su madre y su abuela huyeron en los noventa de la guerra de los Balcanes porque los serbios estaban masacrando a su etnia, arribaron a Barcelona, la madre conoció a un señor alemán con el que tuvo a esta chica y acabaron viviendo en Canarias. La adolescente es como todas las chicas de su edad a pesar de su ascendencia y su mezcla extraña pues su historia produce alegría porque la gente se siga mezclando, como en la prehistoria, en este siglo de fronteras: con las hormonas a flor de piel, emocionalmente explosiva, pesada y que busca en ciertos adultos de referencia explicaciones interesadas de lo que es la vida pero sobre todo una manera de reafirmarse. Llevaba toda la mañana siguiéndome para que le diera un euro, me pilló en la cafetería y la invité a unas pipas peladas para que se callara mientras yo desayunaba. No se si fue porque se comió uno de los paquetes de golpe pero, de repente, empezó a hablar seria. Me contó que su padre alemán se fue cuando ella era muy pequeña, que le prometió volver, que le escribió un par de correos pero que, de repente, éstos dejaron de llegar. Me dijo que no sabía si estaba vivo o muerto y, esto me partió el corazón, que a veces se sentía muy triste porque la había abandonado.
Llevaba
un rato gastándole bromas pesadas para que se fuera y me dejara
tranquilo porque quería estar el rato de mi desayuno solo. Sin
embargo, acabé escuchándola y dejándola hablar. A veces los
adolescentes necesitan de los mayores sólo una cosa: que los
escuchen. Estaba media mala, de esas enfermedades psicosomáticas que
les dan a los chicos y chicas para no hacer nada pero que se les
quitan cuando creen que nadie los está viendo, y estaba esperando a
su abuela. Al rato vimos a la señora. Un metro ochenta, más de
setenta años, ojos brillantes y oscuros, unos dientes que ya no eran
suyos, la cara arrugada tatuada de sufrimiento pero con una sonrisa
muy agradable todo el rato. Chapurreaba el español. Mientras hablaba
conmigo no dejaba de acariciar y besar a su nieta. Me dio un
escalofrío, nunca había hablando con un testigo tan directo de una
guerra que en su momento seguí por la prensa escrita, la radio y la
televisión. Por supuesto, hablábamos de generalidades y de cómo
era su nieta. La niña cambió por completo, ya no era una
adolescente desatada sino una chica que se dejaba querer por su
abuela. La primera vez que hablé con ella le hice un chiste rápido:
cuando me dijo su nombre le pregunté que de dónde era y me dijo de
Croacia. Yo le contesté
rápidamente que
del país de las ranas.
Tardó en pillar
el chiste, no se lo esperaba, pero estuvo un rato riéndose sola.
Quizá por eso me ha cogido
cierta referencia,
no lo sé. Otra forma de
ganarte a los adolescentes: hacerlos reír en su terreno.
Salieron
por la puerta nieta y abuela, dos generaciones muy diferentes: una
sufrió una guerra atroz que nos recordó al nazismo y otra se
enfrentará a un mundo completamente distinto al que hemos vivido
estos sesenta años de democracia ceremonial liberal que
ya han tocado a su fin. Quién sabe si
ahora el nazismo vuelve.
Iban abrazadas y las miraba marcharse. La niña me miró y
me dijo en croata mi
i dalje vidjeti, nos seguimos viendo
según ella me contó y luego me tradujo
Google
porque sería incapaz de repetir lo que ella
dijo.
Yo le contesté en inglés y la abuela siguió hablando en este
idioma. La mujer se expresaba mejor
en él que en español
y probablemente nos hubiéramos entendido desde el principio mejor
así.
Me fui a mis cosas pero he tenido todo el día estas imágenes en mi
cabeza y tenía que plasmarlas.