El siglo XXI ha retomado el relato de ficción por entregas a niveles de la maestría ahora con el lenguaje de este siglo que es la imagen gracias, sobre todo, a esa factoría de crear historias inteligentes llamada HBO. Entre el año 2001 y el 2005, en la temporada de verano de esta cadena de pago en Estados Unidos, se emitió el que podría ser sin duda uno de sus mejores productos llamado Six Feet Under, que en España se llamó A dos metros bajo tierra por eso de redondear el sistema métrico anglosajón con el decimal, con un total de 63 horas de historias originales que jugaban con el dolor de los personajes y el humor negro e inteligente todo bien hilvanado con grandes guiones y una historia entre los vivos y los muertos. Creada por el guionista Alan Ball, que en el año 1999 nos enamoró a muchos con su American Beauty, tras en buena hora dar el salto a la televisión donde pudo desarrollar muchos aspectos interesantes que ya se vieron en aquella magnífica ópera prima.
El
argumento es simple. Una familia de enterradores de la segunda hacia
la tercera generación tienen un negocio familiar en la misma casa en
la que hacen su vida diaria. Viven en el piso de arriba mientras que
en el de abajo y el sótano andan con cadáveres y funerales. El
marido con vida secreta, Nathaniel (Richard Jenkins), muere en los
primeros minutos de la serie en un tonto accidente de tráfico,
mientras su hijo Nate (Peter Krause), llega del Seattle cuna de
Nirvana donde huyó del negocio familiar para pasar las
Navidades y conoce en el vuelo a Los Ángeles al turbulento amor de
su vida, Brenda (Rachel Griffiths), que le gusta experimentar con las
situaciones. Nos enteraremos pronto que la viuda Ruth (Frances
Conroy) estaba engañando a su marido con un vulgar peluquero y que
su hijo David (Michael C. Hall) es un gay que vive dentro del armario
pues no se atreve a reivindicar su homosexualidad aunque esté
profundamente enamorado de un apuesto policía negro llamado Keith
(Mathew St. Patrick) que conoció en una misa de domingo de una
parroquia muy tolerante hacia la homosexualidad. Finalmente está
Claire (Lauren Ambrose), sin duda el personaje más profundo e
interesante y al final nos daremos cuenta que toda la serie ha pasado
por delante de sus ojos, una adolescente que está buscando su lugar
en una sociedad vacía que ya coquetea con las drogas y las
relaciones con tipos indeseables. Claire es el personaje que
podríamos decir que es el más empático y generoso de toda la trama
aunque alguna pequeña misera también tendrá. Cada episodio de los
63 empieza con una muerte, un breve epitafio tras un fundido en
blanco, y es el hilo argumental de cada capítulo. Hay muertes muy
ingeniosas que es imposible que no saquen una carcajada al espectador
como la del Papá Noel que tiene un accidente de moto delante de tres
niños que lo observan incrédulos o la de la ultra religiosa que
sale corriendo de su coche pues cree ver que son ángeles celestiales
lo que en realidad eran unas muñecas hinchables infladas con
hidrógeno que iba a ser usadas en un show pornográfico. En Six
Feet Under vivos y muertos dialogan sin que sean éstos momentos
para el miedo, como cualquier guionista infame hubiera hecho, sino
que tienen una clara tensión dramática y hasta una ironía muy
fina.
En
esta serie los muertos que hablan ya no sufren, son los vivos los que
están abocados al sufrimiento y si tuviéramos que definir esta
serie con una palabra sin duda esta sería la de Dolor. Este
es el dolor de las sociedades modernas que Alan Ball intuyó casi una
década antes que se produjera en forma de Doctrina de Shock,
de la depresión y la infelicidad, de los psicoterapeutas imbéciles
que deberían primero curarse a si mismos, del Prozac y otros
fármacos que se han convertido en el negocio más rentable de las
farmacéuticas en los países donde el temor al futuro ha entrado
duro como ha pasado ahora en el nuestro, del esnobismo de los
restaurantes de sushi y del vacío de valores de gran parte de la
sociedad norteamericana. Se podría decir que es una de las primeras
series que normaliza la homosexualidad dentro de una historia
natural, Alan Ball lo es y uno de los actores secundarios de la serie es su
pareja, no como algo raro y anecdótico a la trama para
reforzar la heterosexualidad sino como parte misma de ésta y al
mismo nivel que los deseos y los sentimientos de todos los personajes
independientemente de cuál sea su tendencia sexual.
El
caminar de los personajes en la serie es el de la búsqueda de la
felicidad pero siempre hay algo que los frena: la traición a la
persona compañera que se traduce en múltiples formas de
deslealtades, la falta de seguridad personal y el no saber decir no a
tiempo, la manera enferma de sentir el sexo, una sociedad sin valores
donde la principal forma de ocio es comprar con tarjeta de crédito,
estar a la última en todo momento para ser el mayor cretino o la
crítica feroz a las galerías y las escuelas de arte que deja
constancia el personaje de Claire que, recordemos, es el más
interesante de todos y que quizá por eso llegará a ser centenaria.
Todo esto se traduce en el Dolor porque los personajes sufren
viviendo en el país que más felicidad del mundo promete según la
publiciadad y se medican para enfermedades mentales que están en el
DSM IV aunque ya haya salido el 5. Todo esto sucede de manera
inexorable como si los personajes tuvieran que que estar abocados a
ese dolor que salen a buscar cuando, a veces, la felicidad está
cerca y sólo hay que pararse para que les llegue en forma de
pequeños momentos que al final son los que importan.
Sin
duda una de las mejores secuencias de toda la serie es el final del
capítulo 3 de la cuarta temporada cuando la familia al completo
decide quemar viejos recuerdos de la casa anclada en los años
setenta del siglo pasado. Let's burn it all!, sugiere
Claire, y la escena funde a una hoguera hecha en el jardín al anochecer. La chica sube a su habitación para poner una canción de
Radiohead, Lucky, y saca su cámara fotográfica para hacer
fotos del momento mientras oímos estrofas como It's gonna be a
glorious day / I feel my luck could change (va a ser un día
glorioso, siento que mi suerte puede cambiar) Todos
miran absortos a la hoguera hipnotizados por las llamas y el
espectador siente que a partir de ahora todo puede cambiar como dice
la canción pero es una falsa esperanza: las heridas son tan
profundas que el dolor avanza con fuerza hacia el gran llanto que es
el final de una serie que tuvo su justa medida y que Alan Ball supo
acabar a tiempo en su quinta temporada y no prolongar
innecesariamente este trabajo como hizo HBO con la bastante fallida
True Blood firmada por el mismo autor. La
clave es la canción de Radiohead, la música en la serie está
siempre muy bien elegida y sirve para sostener el relato, que habla
de un soldado moribundo que recuerda a su chica mientras agoniza
muriendo por defender los intereses del Imperio Norteamericano. Esperemos que la cadena
siga contando con este guionista y director y le encargue un trabajo
más a su medida y no sujeto a las normas de la comercialidad como la
de los vampiros.
Spoiler alert!: Esta secuencia es clave. Si no has visto la serie te recomiendo que no la veas. Si te interesa escuchar el tema de Radiohead Luck pulsa aquí.
Posdata: Dedico este post a esas personas que me han expresado su cariño estos meses, ya sea de manera física o virtual.