09 septiembre 2013

El triste negocio de la mendicidad


Pocas cosas hay más repugnantes que el concepto de caridad que hemos heredado del mundo cristiano: al contrario de tratar de resolver el problema de la pobreza de raíz prefiere perpetuar éste pues en el fondo el placer del católico más ferviente es paliar temporalmente el sufrimiento del prójimo, en un paroxismo de hipocresía autocomplaciente profunda, antes que desear que se produzca un acto de verdadera justicia social. La limosna, o el telemaratón solidario de Mírame TV por el que absolutamente todas las fuerzas sociales y políticas de Tenerife han pasado por el aro del chantaje ya va para un par de ediciones, apenas si palían unos pocos minutos de la vida de ese pobre que lo seguirá siendo y que se convierte en el objeto que justifica la existencia para el que hace, hipócritamente, la dádiva.
Hay mucha gente que va por la calle y pide para todo: para la guagua pero que se enfadan cuando les dices que se cuelen en el tranvía, para un café, para comer, para drogarse, para gasolina, para las medicinas de los niños o para una cerveza pero yo sí que tengo una cosa clara, como mismo ésta gente pide libremente para lo que en el fondo les viene en gana yo soy igual de libre para no dar nada y así hago por sistema y siempre que puedo. Eso sí, tampoco les suelo dar pero reconozco que hay una serie de gente que se busca muy bien la vida haciendo teatro, música y mimo en la calle y por los que siento, como no puede ser de otra forma, un respeto muy profundo. El caso es que esta sociedad hipócrita y de origen judeocristiana que busca paliar una necesidad urgente antes que extirpar completamente la pobreza de la faz de la tierra es el perfecto terreno abonado para esos desaprensivos que, engañando a la gente, actúan impunemente en nuestras plazas, a la salida de las iglesias o en las puertas de los supermercados pidiendo, de manera completamente organizada, apelando no sólo a ese tipo de sentimientos de pena más repugnantes que habitan en nuestra consciencia sino, además, exhibiendo un puro teatro y una parafernalia de pobreza que recuerda a los momentos más tristes de la historia reciente de la España posfranquista y que habitan en nuestra memoria como fotos en blanco y negro. Me refiero a esas mafias organizadas que explotan principalmente a personas de origen extranjero, del este de Europa y cuya nacionalidad que nos viene siempre a la mente es la rumana, y que nunca llegaré a comprender por qué nadie hace nada no en contra de estas personas, que en el fondo son víctimas, sino de los malnacidos que les esclavizan, les secuestran el pasaporte y los cargan de una deuda completamente falsa para explotarlos en una suerte de mendicidad que a la policía y a la casta política que nos gobierna les debería de dar vergüenza que exista.
Quien tenga un poco de perspicacia notará que detrás de esta gente de la Europa del este que piden en los mejores sitios de las islas hay una banda organizada a la que, sin duda, deben algún tipo de favor que hasta debe pasar por su vida y que tienen una infraestructura organizada detrás que pasa por dejarlos en los lugares donde piden a primera hora de la mañana, tienen sus teléfonos móviles y llevan mochilas donde van guardando el dinero para parecer que son unos desgraciados, que no tienen nada y que nadie les ha dado un euro en todo en día a pesar que deben de conseguir mucho dinero al día porque si no, simplemente, este negocio no existiría. Quién quiera una pista para empezar a trabajar aquí la tiene: sobre las nueve de la noche las personas que ejercen la este tipo de mendicidad en el casco histórico de San Cristóbal de La Laguna se reúnen en la parada de Trinidad del tranvía para ir en éste en dirección a Santa Cruz. Si uno es capaz de darse cuenta de esas cosa por qué no, por ejemplo, la policía nacional deja de chulearse paseando, sin hacer nada productivo, por el casco peatonal con los coches que pagamos todos gastando una gasolina que debería ser sagrada y se ponen a intentar ver qué hay detrás de toda esta basura.


Lo único que yo les puedo reprochar a la gente que ejerce este oficio tan indigno es la voluntad que tienen, muchas veces son muy pesados, de engañar a la gente que les da unas monedas y que pueden tener muy buena voluntad pero que, tristemente, nunca se han planteado el por qué de este fenómeno y que no entienden que si les dan dinero mantienen un negocio francamente repugnante y que, como no puede ser de otra manera, no enriquecen a los que ejercen la mendicidad sino a los miserables que los explotan. En el fondo a estas personas las entiendo y las disculpo pero jamás ni entenderé ni llegaré a disculpar a aquellos políticos, mandos judiciales y policiales que permiten que se trafique con seres humanos y que no son capaces de hacer nada para acabar con esta lacra porque parece, esperemos que no, que tienen algún tipo de interés en que esta situación siga existiendo porque, quién sabe, viendo esta España en sobre son hasta capaces de haber estado sacando algún beneficio económico en todo ello.