La brutal crisis económica
que nos aplasta, a día de hoy mantenida de manera artificial
por organismos como el FMI, el
BCE y la Comisión Europea
para asaltar los servicio públicos y de paso nuestros bolsillos para
entregárselos como ganancia a las rentas del capital, ha tenido de
bueno que la ingenuidad que teníamos los ciudadanos, al
estilo de creer en los reyes magos o en otro tipo de linajes
dinásticos de carácter borbónico, se haya esfumado casi por
completo. Si a día de hoy escuchásemos a un representante a sueldo
de los ciudadanos de la casta política que nos mal gobierna decir
que todos
somos iguales ante la ley
lo mandaríamos mentalmente a la mierda, apagaríamos la radio en la
que lo está diciendo, cambiaríamos de canal de televisión o
cerraríamos la página web en la que estamos viendo esta
declaración.
Los ciudadanos no somo iguales ante la ley sino todo lo contrario:
primero están los que tienen mucho dinero, muchas veces robado como
el extesorero del PP Luis Bárcenas que ya va por un bote estilo
euromillones
de hasta 47 millones que han ido
apareciendo a
su favor en
Suiza,
que se pueden pagar una defensa de lujo para dilatar lo más posible
las causas rozando
la prescripción de
los delitos
o gente de la catadura
de la Infanta
Elena o Miguel Blesa que además tienen contactos e influencia sobre
las instancias judiciales para hacer que las
imputaciones
sean retiradas o para salir de la cárcel como ha sido el escándalo
de esta semana de Blesa, el amigo íntimo de José María Aznar que
codujo
a Caja
Madrid a
la ruina
y luego, por
el mismo efecto, a
Bankia. Al
fina de la pirámide, en toda esta escala, estamos los ciudadanos que
somos los que mantenemos el sistema y los que más cargas nos
llevamos y más difícil es tener
la justicia necesaria en el instante
y el lugar más oportuno.
En
estos momentos en las cloacas del estado se está llevando
a cabo
la mayor operación de impunidad de la historia reciente de España
tras la que se materializó,
con la cooperación necesaria de las fuerzas
de izquierda de entonces, en la llamada, y dejada a medias,
Transición a la democracia tras la muerte del general fascista
Franco y el final de la dictadura. Los que han quebrado el sistema
financiero español, menos mal que era el
más sólido y estable del mundo
según
se
regodeaba un
completo
miserable
de la talla de José Luis Rodríguez Zapatero porque si no habríamos
dejado de existir hace años, tienen nombres,
apellidos, filiación política, una dirección al menos conocida y,
probablemente, dinero en paraísos fiscales como Suiza. Nos
enfrentamos a la intervención total y absoluta de toda nuestra
política de carácter social y económico durante, al menos, dos
décadas por el rescate que la banca española ha recibido por parte
del FMI, del lobbie de la banca alemana que
es el
BCE y del
gobierno antidemocrático de
la Comisión Europea.
Todo
esto es muy grave y de ninguna manera puede quedar impune y lo que se
vislumbra, a todas luces, es que el régimen en el que nos
encontramos inmersos desde hace mucho tiempo tiene que caer porque si
no nuestras generaciones se llevarán la mayor de las frustraciones
de nuestra historia reciente pues, una vez más, todo va a quedar
atado
y bien atado.
Pero
qué hacer con un régimen donde las estructuras judiciales son
herederas directas de un franquismo que durante casi 40 años han
estado a salvo dentro del sistema, donde los políticos se agrupan en
castas de privilegiados como los 40 altos cargos del PP, con Rajoy y
Aznar a la cabeza, que se repartieron en dos décadas 22 millones de
euros en dinero negro como sobresueldos y donde entre los tres
poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, hay puertas giratorias
donde se cuece la impunidad entre unos cargos y otros. Está claro
que menos confiar en la justicia casi cualquier cosa es deseable y
hasta moralmente asumible porque,
salvo honrosas excepciones como los jueces que se están castigando
como Garzón o que han abierto o tienen sonoras causas contra el PP,
el poder judicial es un poder que está altamente corrompido como las
otras instancias del estado.
Una nueva Transición, que concluya la que derivó en la Constitución
de 1978, se hace completamente necesaria para que remueva la forma en
la que nos organizamos socialmente: desde el descabezamiento de la
dinastía de los Borbones como casa regente en España, la limpieza
de las instancias judiciales y la retirada del monopolio de facto que
los partidos políticos que tienen para ejercer la política
entregando ésta a una ciudadanía que, a partir de ahora pues
ya afortunadamente
no
nos
queda
otro remedio, tiene que aprender a educarse para realizar el
ejercicio de la política de manera directa.
Las
revueltas sociales, la única forma que los ciudadanos tenemos para
ejercer como grupos de presión contra las castas que nos gobiernan,
sacuden el mundo: España, Egipto, Turquía, Wall Street, Grecia,
Brasil, Londres, Italia, Portugal o Francia han sido lugares en los
que los ciudadanos, a través de redes sociales de Internet, han sido
más o menos capaces de movilizarse y hacerse visibles con distintos
grados de eficacia pero, siempre, haciendo que las clases dominantes
se queden a cuadros y luego desplieguen sus medios de opinión
publicada
para desprestigiar éstos procesos. Para que el final de este régimen
sea posible es necesario que las protestas sociales cobren un
carácter constante que hagan insoportables el ejercicio de la
política de los cargos electos y no electos como la familia real
que, por cierto, cada vez tienen más problemas cuando van a sitios
en los que antes se sentían a sus anchas. Allí donde haya un
político o un Borbón deben estar grupos de ciudadanos que, de forma
pacífica, demuestren el rechazo constante a este régimen tiránico
de las instancias neoliberales en el que se ha convertido nuestra
sociedad. Estaremos siempre listos para la crítica salvaje, para que
nos llamen hasta fascistas personajillos de la baja calaña como una
conseguidora como María Dolores de Cospedal que ha recortado el
sueldo de los cargos electos para repartirlos en personal de libre
designación mientras ella, que no es menos que nadie, ha llegado a
cobrar hasta cuatro sueldos distintos.