28 marzo 2011

El presidente con el traje a rayas






Como todas las mañanas Paulinito se resistía a salir de la cama pese a haber sonado varias veces el despertador con un estridente pasodoble y como todas las mañanas Lolimar, su Tutora y Consejera, entraba airada en la habitación para quitarle las sábanas y hacer que con el frío tuviera a bien poner los pies en el suelo y se levantara de una vez. Paulinito en estos momentos siempre tenía en mente unas palabras que decía en situaciones parecidas en su época escolar y que tenían la siguiente forma: déjame en la cama un ratito más que la seño de matemáticas está enferma y no tengo clase a primera hora. El caso es que miles y miles de estudiantes tampoco ha podido tener clase ni a primera, ni a segunda, ni por la tarde, ni por la noche desde que dura su mandato debido al plan de empleo decretado contra el profesorado y al dinero público desviado en fondos oscuros. Como no soportaba los chillidos estridentes que Lolimar le dedicaba en sus ataques de mala leche lo mejor siempre era salir pitando al baño, refunfuñar algo para dar a entender quién estaba en el mando y una vez en la ducha sí no pasaba el mejor momento del día sí por lo menos lo intentaba aunque para él el mayor orgasmo que existía era inaugurar algo que estuviera a medio hacer o que ya lo hubiera sido cuatro o cinco veces anteriormente.
 En el desayuno, que consistía en alguna especie descatalogada que le cocinaba su consejero Burriel aunque a veces esto le ponía de mal humor pues éste confundía constantemente animales marinos con terrestres, solía entregar la tarea que le habían mandado el día anterior y por la que Lolimar le reprendía un día sí y otro también hiciera lo que hiciera. La de esta vez había consistido en escribir 1.000 veces en la libreta cuando diga “construir” no debo olvidar la “ese” porque quedo como un belillo.
—Los constructores de Complacencia se irritan mucho contigo cuando en un discurso dices contruir y ayer mismo me volvieron a llamar la atención… —dijo en un tono severo Lolimar.
Paulinito miraba al plato de su desayuno ensimismado, esa mañana había tocado Avutarda Hubara en peligro de extinción, dando vueltas a la comida con el tenedor y pensando que, en efecto, jamás tenía que haber salido de su pueblo natal de El Zarzal. Desde hacía algún tiempo se había dado cuenta que gobernar toda Bananaria como si fuera su pueblo no sólo era algo que se tornaba imposible sino que muchas veces le sacaba de quicio porque para él la complejidad empezaba en el momento en que se pudiera contar más de dos cosas o cuando había que colocar a alguna sobrina imbécil suya. Incluso su Primera Dama atravesaba ciertos problemas por haber intentado colocar a los suyos y por no hablar del gasto desmesurado que ambos hacían de peinetas, mantillas y corbatas les gustaba lucir en sus actos sociales e inauguraciones en toda Bananaria no sólo porque era lo único que de verdad sabían hacer sino porque de aquella manera se distanciaban de los desposeídos que, por aquellos días, eran más que nunca. Aún así Paulinito se decía varias veces al día la frase, casi en el tono místico adoptado cuando se reza un rosario, de nunca debí haber salido de El Zarzal.
El helicóptero con el que a diario acudía a trabajar apenas a cinco manzanas del Palacio Presidencial estaba listo en la azotea del edificio pero esa mañana no iría a la Sede de Presidencia sino a inaugurar colegios vacíos, listas del paro, a recibir al turistas 999.999 del mes de febrero, a poner primera piedras de hospitales que no se habrían de construir (nosotros si lo sabemos decir bien) y al casino a apostar que era lo que mejor sabía hacer pues en todos discurso siempre lo acababa con la muletilla de el gobierno apuesta. Paulinito le encantaba viajar en ese medio de transporte exclusivo pues él tenía un gran complejo de altura, era de ostensible talla baja no sólo en lo físico, lo intelectual y lo político sino en lo humano y moral, y desde allá arriba miraba con superioridad a todos los que le llamaban belillo, incluidos a los de dentro de su partido, por lo menos durante el tiempo que durara el trayecto. Allí aprovechaba para ver y oír resúmenes de la radio y televisión pública privada de Bananaria en los que abundaban sus discursos de inauguraciones del día anterior y programas del corazón bananario. Allí también despachaba por teléfono con algunos consejeros exigiéndoles que no sólo parecieran estúpidos sino que lo fueran. Desde que Sorianito había dejado de ser Consejero de Economía y Despilfarro para irse a disimular a la oposición ya pocas cosas le sacaban de quicio salvo las ocurrencias, la actitud plañidera y la voz chillona de la Consejera de Sin Educación Prodigios Luis Pito diciéndole que los profesores la habían vuelto a poner en ridículo.
Entre todas estas divagaciones un día más pasó en Bananaria y a Paulinito ya le quedaba poco para regresar a su Palacio en el que todas las noches se celebraban fiestas al despilfarro y donde era, indefectible, el hombre más feliz del mundo con esos festejos. Antes le quedaba el último acto previo a la campaña anterior a la pre electoral y era la inauguración de un centro de retención de inmigrantes. Sin duda a Paulinito y a todo su partido le daban muchísimo miedo todos los que vienen de fuera, salvo si tienen mucho dinero o vienen de turismo con todo pagado, no sólo porque le puedan quitar el trabajo a los bananarios, cosa que no tienen en realidad, sino porque dicen la verdad y la verdad es algo que está expresamente prohibida en su partido y gobierno porque el día que esta se imponga sin duda dejarán de existir. Paulinito, haciendo caso omiso a la policía bananaria que le aconsejaban que no se saltara el protocolo, se fue a una de las celdas a ver cómo vivían allí aquellos despojados mientras el Consejero Mengano era el que atendía a la prensa y daba los discursos. Allí se encontró a un muchacho con el que compartía un cierto parecido pero que estaba abatido y tumbado en el piso bajo de una de las múltiples literas que había en aquel barracón. A los presos los habían obligado a acudir a la recepción pero éste se había podido escapar del acto. Paulinito y el muchacho se miraron durante unos segundos y el primero sintió algo parecido a la compasión que más bien eran unas despreciables ansias de superioridad.
—Quiero ponerme tu ropa para saber qué se puede sentir al venir de un país de incultos como el tuyo a una región ultraperiférica pero tricontinental que estando en el borde se encuentra en el centro como Bananaria. ¡Quítatela ahora mismo para ponérmela yo y te dejaré lucir mi traje! —le espetó el Presidente.
El muchacho, que entendía perfectamente el idioma de Paulinito, se quitó el uniforme con el que lo hacían estar allí, una suerte de traje a rayas idéntico a la imagen que tenemos de algunas prisiones por el cine y la televisión, y lo puso sobre una litera mientras Paulinito hacía lo mismo con el suyo comprado a un sastre llamado Camps. Se miraron unos segundos estando en calzoncillos y allí lo único que los separaba como humanos, aparte de la marca lujosa de la ropa interior de uno de ellos, era en efecto que uno estaba más cebado que el otro porque no sólo no se había comido lo que le tocaba como humano sino lo que se tenían que comer otros pues ya se sabe lo mala que es la avaricia y la RIC. Justo en el momento en el que las ropas estaban intercambiadas, y por ende las entidades, apareció la policía bananaria y en unos segundos escoltaron al muchacho, que ahora parecía el Presidente verdadero, y redujeron a Paulinito con una patada en los testículos cuando éste intentó demostrar que él era el Presidente gritando contruir en lugar de construir. Al minuto vio, impotente y con un dolor muy fuerte en sus partes pudendas, como despegaba el helicóptero que a tantos lugares le había llevado, y con el que desde niño siempre había soñado, pero sin él dentro. Los otros inmigrantes lo intentaron ayudar pero él se los sacudió a todos y se puso a llorar en una esquina.
Con el recuento cercano al amanecer le informaron que al siguiente día lo habrían de deportar fuera de Bananaria pero que tenía mucha suerte que las islas no fueran territorio independiente porque si no adoptaría otro tipo de soluciones más drásticas que pasaban por el gas y la cenizas. Lo pusieron de rodillas y le obligaron a decir gracias Paulinito por tu clemencia mientras el sol salía por el horizonte. Ya en el barco que lo llevaba lejos de Bananaria, hacinado en un camarote con centenares de personas, pensaba no sólo que nunca debió haber salido de El Zarzal sino que ojalá se hubiera leído de verdad, y no sólo los resúmenes, de aquella novela que le puso como tarea Lolimar de un niño con un pijama a rayas de John Boyle.
Epílgo: Cualquier parecido con la realidad de nombres, personajes, caracteres, situaciones y archipiélagos que se puedan observar en este relato son pura coincidencia. Ningún animal ha sido dañado ni descatalogado para la realización de este texto. Tampoco ningún presidente deportado, desgraciadamente.
Canarias 24 Horas, 28 de marzo de 2011.